Imagen de perfilEn camisa de once varas

Esperanza Tirado Jiménez 

Aún guardo con cariño la camisa que me regalaron en la fábrica. Ya no me entra, tantos años y tantos kilos después…

Fue un pleito complicado de conciliar. Mi cabeza estaba con la ley pero mi corazón me decía que aquellas mujeres, que se dejaban la vida entre ruidosas máquinas de coser, tenían razón en su intento de proteger el pan de sus hijos.

De un día para otro el viento a favor empezó a volverse en contra. Las máquinas callaron. Pero ellas no. Lograron entrar de noche en la fábrica y la ‘okuparon’. Eran una comunidad unida en la adversidad.
El dueño las denunció, claro. Y en los juzgados nos encontramos todos. Cuando me enteré de que era yo el encargado de poner ley y orden no me llegaba la camisa al cuello.

Hoy, las camisas, las máquinas, mi sentencia y quizá yo mismo somos vetustas piezas de museo.

 

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