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Guillermo Sancho Hernández 

Con siete años y medio redacté mi primera especie de contrato. Su objeto era el uso y custodia del único columpio del parque. Aquel documento regulaba incluso el BMP (balanceo máximo permitido), para preservar la vida útil de la instalación.
El baremo de honorarios se saldó con siete caramelos y la mirada agradecida de Silvia, la niña que era el centro de mi existencia. El consentimiento infantil fue casi unánime. Sólo se negó a prestarlo un niño, Pepón, un abusón de manual y un auténtico vicario de Satanás.
Quedaba lo más difícil para un abogado (salvo para Tom Hagen): le comuniqué a Pepón que despreciar la esencia del contrato, aunque no lo hubiera suscrito, podía traerle peligrosas consecuencias. Entonces Pepón soltó una risotada y, sin respetar los turnos, empezó a columpiarse con un ritmo muy superior al acordado.
El vuelo, sin motor, finalizó sobre el área canina.

 

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