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Isidoro Sánchez Torres 

Me enteré de la muerte de tía Charín por la carta de su abogado, citándome para la lectura del testamento. Siempre fue muy peliculera y mi tía favorita, aunque llevábamos tiempo sin hablarnos. No me perdonaba haber dejado la carrera de medicina para empezar veterinaria.

Las caras de codicia de mis primos lo decían todo: ¿quién recibiría Le Rocher?

La mansión para fulano; las acciones para mengana…

—A mi díscolo sobrino Antonio le dejo a Louise, encomendándole que la trate mejor que a su tía.

Mis primos rieron y me miraron condescendientes. Louise era una mastina enorme, de edad indefinida; la fiel compañera de Charín.

Pero del diamante, nada.

Estupor. Suspicacias. Susurros. Teléfonos.

Años después también murió la dulce Louise y volví a saber del abogado y lo que llamó «legado animal sucesivo».

Las leyes han cambiado —explicó entregándome una caja en la que brillaba un inmenso pedrusco violáceo.

 

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