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Gabriel Pérez Martínez 

Soñaba con inscribir mi nombre en una calle de la ciudad. Ambos competíamos por ser el mejor abogado y contábamos juicios por victorias, aunque yo estaba convencido, hablando mal, de que él tenía una flor en el culo.
Un soleado día de primavera para mí, y lluvioso para él, lo detuvieron por abusar de una niña. Llorando, me telefoneó para que lo defendiera. Orgulloso, acepté. Podía condenarlo al asilo o hacerlo desaparecer del mapa para siempre, sin embargo, con una derrota me arriesgaba a convertirme en un cualquiera. Tras varios días de vista, el pronunciamiento del juez no admitió discusión, declarándolo inocente. Él intentó ejercer de nuevo, pero aquella difamación había calado entre la ciudadanía. En secreto, lo contraté y empezó a trabajar para mí. ¡Dios…! ¡Qué bueno era! ¡Qué íntegro y humilde…! Sentía una gran pena por él y tampoco podía quitarme de la cabeza mi falsa acusación.

 

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