Imagen de perfilYo os espero fuera

Ana María Abad García 

El fiscal explica las circunstancias de la detención del acusado, vestido de Adán en el baile de máscaras del décimo aniversario de boda del alcalde. El inquietante disfraz -tan solo una hoja de parra estratégicamente colocada- ocasionó el desmayo de la esposa del alcalde y, al cotejar las huellas del hombre en la base de datos de la policía, constaban varios episodios similares en meses anteriores. Había prometido no volver a delinquir, pero el incumplimiento reiterado de su palabra obliga al juez a dictar, esta vez, una sentencia más severa.
Mientras lo sacan de la sala, se alza una indignada voz de protesta junto con unas carnes opulentas cubiertas solamente con una diminuta hojita de parra y una suntuosa melena rubia. Los alguaciles, a instancias del juez, se llevan también a la mujer. La serpiente, más avispada, se escurre en silencio entre los asientos con la manzana en la boca.

 

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2 comentarios

  • Tengo que felicitarte, no por este relato de abogados, que también, sino por este otro que te reproduzco a continuación, con la curiosidad coincidente con el que yo envié, que te lo transcribo a continuación del tuyo. Elegimos las mismas rocas para despeñar a nuestro protagonista, lo que me hace pensar que quién a copiado a quién, jajajaja.
    Felicidades por ser la mejor de septiembre ya sabes donde.

    Microrrelato GANADOR
    LA IMPERFECCIÓN DE LOS OCASOS DE AGOSTO | Ana María Abad García, de Tres
    Cantos (Madrid)
    En el aniversario de su boda, cada año sin falta, subía a los acantilados de la Cala del Moral y
    desde lo alto vivenciaba los ocasos de agosto como si ella aún estuviera a su lado, olvidando
    por unos dichosos momentos la disforia que le dominaba en los últimos tiempos. El undísono
    mar danzaba a sus pies, trayendo el eco de su amada voz en cada gota de espuma, en cada
    soplo de brisa, en cada destello del agua.
    Como cada año, traspasaba la baranda de madera, cerraba los ojos, extendía los brazos y se
    dejaba caer, anhelando el choque contra las rocas que le llevase, al fin, con ella. Y, como cada
    año, se sumergía suavemente entre las olas, frenado por una fuerza invisible que dejaba el
    rastro de un beso salado en sus labios antes de disolverse en los azules reflejos. Hasta el año
    siguiente.

    MELOPEA, DIOSA GRIEGA DEL VINO

    Desde lo alto vivenciaba los ocasos de agosto fijando la vista en aquel undísono
    mar que, plácido y moribundo, estrellaba sus ondas contra las rocas de La Cala del
    Moral.
    La disforia de Dionisio guerreaba en su interior para conquistar terreno al invenci-
    ble Pedro Ximénez en una batalla diaria desde hacía años, pero aquel aciago día, deci-
    monoveno aniversario de boda con su otra diosa, perdió la guerra.
    Atrás quedaron los recuerdos de encuentros apasionados, los dulces besos y las
    acarameladas caricias, esos momentos de fugaz felicidad que se diluían rápidamente en
    alcohol.
    Desde lo alto la vio. El cuerpo de Irene yacía entre dos rocas salpicado por las
    olas, envuelto en un ropaje de algas y conchas muertas.
    Melopea, esposa del tal Ximénez, lo había conquistado de tal manera que en todos
    sus pensamientos no quedó espacio ni tiempo para otra mujer.
    Tras unos segundos, abrazó a Irene para siempre.