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Rubén Gozalo Ledesma —Recurría a la tortura para asustarnos. A veces, se ponía a cantar mientras nos metía la cabeza en un barreño de agua. ¡Es él! El Carnicero de Spudak. Él fusiló a decenas de personas en aquel colegio —dijo entre lágrimas.
Se trataba de un montaje. Una farsa. Un engaño. Por eso, hice que aquel hombre subiera a declarar. Le despedacé en el estrado. Puse en evidencia sus mentiras. ¿Cómo podía acusar a un pobre anciano?
Mi abuelo no era un criminal de guerra. Él había combatido las injusticias en Europa. Había estado preso en un campo de concentración. Llevaba un número tatuado en el brazo que lo demostraba. Aquel hombre le confundía con otra persona. Ganamos el caso. Al salir a la calle, el abuelo estaba tan feliz que se puso a tatarear una canción. Contuve el aliento. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.
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Te han publicado casi terminado el plazo, pero bueno, dicen que los últimos serán los primeros, ¿no? Me gusta mucho tu relato, ahí va mi voto. Suerte!
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