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MAYTE CASTRO ALONSO 

Eran aquellos tiempos de la facultad en los que encontrar un sitio en la biblioteca era todo un privilegio. Una tarde divisé casualmente uno libre y mientras me dirigía hacia él tropecé con una chica que en su desesperación por quitármelo se metió tal tortazo que acabó en el suelo con el collar y las gafas rotas. En lugar de ayudarla la dejé allí tirada y me senté triunfalmente en aquel sillón de oro. Nunca volví a verla hasta ayer cuando entré en Sala. Lucía regia en su trono judicial. Intenté inútilmente esconderme bajo la toga para que no me reconociera y luché para que el derecho al olvido no fuera una quimera cibernética. SEÑORR LETRADO!!! ACÉRQUESE AL ESTRADO POR FAVORR!!! me dijo fríamente, y como quien camina hacia el patíbulo, me acerqué sin confianza, cabizbajo, sabiendo que iba a ser condenado justamente por aquel delito que un día cometí.

 

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