Imagen de perfilQuerella infernal

Plácido Romero Sanjuán 

Después de años saltándose normas y atravesando líneas rojas, a Ginés Valderrábano, no le asombró acabar allí. Incluso le habría sorprendido que su condena fuera otra. Sin embargo, pasado un tiempo, Valderrábano encontró que aquel lugar no cumplía sus expectativas; lo había pasado peor en algunas audiencias previas. Cuando advirtió que los estúpidos guardianes no se tomaban su trabajo con demasiado celo, tuvo una idea: satisfaría su gusto por litigar. Exigiría que se le aplicaran con todo el rigor posible los castigos que merecía.
Valderrábano preparó su argumentario sin premura, cuidadosamente: después de todo, disponía de todo el tiempo del mundo. Redactada la querella, no supo dónde presentarla. Decidió, por fin, entregársela al primer mentecato que viera con el encargo de dársela a su jefe. Pensó que no tendría que preocuparse qué juez le tocaría por turno correlativo. Allí, en el infierno, Lucifer era el único juez.

 

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