El oráculo

Arturo Otegui Malo · Madrid 

La mujer está sentada en un banco, a escasos metros de la puerta de los juzgados. Viste un abrigo gastado y un sombrerito añejo. Parece una estatua —«Es la nueva asistente telemática del S.O.J., modelo ancianita2.0», bromeaban los procuradores—, hasta que te fijas en la cola de ciudadanos que espera frente a su «despacho». Incluso los más famosos letrados —con disimulo, eso sí—, acuden a ella cada día más. Porque no importa la complejidad de la consulta ni el tamaño del sumario, no parece haber caso imposible según su baremo. La mujer escucha con atención, mira a los ojos del cliente, mete la mano en el bolso y remueve como si buscase un caramelo. Instantes después sonríe mostrando un diente mellado y entrega un papelito, siempre doblado, escrito con una sola palabra: «Recurre», «Concilia», «Desiste», «Excepciona»… Llega mi turno. Dicen que, hasta hoy, nunca se ha equivocado.

 

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