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Margarita del Brezo 

Hace tiempo que trabajo como abogada de mujeres víctimas de violencia de género. Cada día observo sus cuerpos maltrechos y sus almas marchitas y trato de tenderles una mano firme, fuerte, perseverante, que les ayude a demoler esa pesada barrera, construida con las piedras que les lanzan y con las que tropiezan, tras la que se oculta la vista panorámica de su futuro. Desgraciadamente eso de que «Todos somos iguales» es todavía una falacia, y son demasiadas, también todavía, las que deciden dar a su pareja otra oportunidad. No me extraña. Sé bien que conciliar el miedo a la soledad con la necesidad de estar sola no es tarea fácil. Cuando vuelvo a casa, me desmaquillo ante al espejo y descubro lentamente la cicatriz que me parte la frente. Una marca, una señal luminosa que me recuerda cada día, desde hace tiempo, que sí se puede.

 

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