El dilema

Javier López Ureña · Sevilla 

El polvoriento reloj junto a la chimenea dio las once campanadas recordando vagamente un sonido hueco, como el de un botijo. Era la hora… Eric metió la pistola bajo la toga y se dirigió a la sala de vistas. Se sentía mal por haberse aprovechado de su larga amistad con el guardia, de nacionalidad irlandesa, pero tragó saliva, apretó los dientes y ocupó su puesto junto a su cliente, a la derecha del Tribunal. El Fiscal comenzó su despiadado alegato y Eric pudo ver que su cliente hundía desesperado la cabeza entre sus manos. Llegó su turno y comenzó su disertación poniendo a prueba su capacidad didáctica. Expuso a la vista del jurado el estado de su cliente, y, cuando éste le dio la señal convenida, su última señal, le apuntó con la pistola, pensó durante dos segundos y dijo: “Señoras, señores, ¡aquí es donde estuvo siempre el arma homicida!”.

 

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