Sacristía

Pilar Gil Guijarro · MADRID 

Me turnaron la defensa de un monaguillo resalado y despierto que había golpeado al cura de su parroquia con un paraguas negro como la sotana. Viendo al mozo y al sacerdote, enseguida intuí la dificultad de la defensa, el chaval era alto, fuerte y el clérigo poquita cosa, miedoso. Quien mandaba en la sacristía era el acólito, el curilla barría el altar, lustraba el cáliz y andaba ligero al bar a traerle las sardinas asadas al obispillo. Sin embargo, el juez no tuvo tanta vista y no dudó de su inocencia desde el primer interrogatorio en el tribunal de menores. Volví al despacho desconcertado. Me encontré la sala de espera llena de candidatos a pasante citados para una entrevista de selección que tenía convocada; mirándome al espejo junto al parag¡ero le dije a la secretaria que, discretamente, descartara a los fuertes y desenvueltos y pasaran primero los apocados y flacuchos.

 

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