Imagen de perfilEl magistrado penitente

JUAN LOZANO GARROTE 

Sentado en el último banco de la iglesia, el viejo magistrado escuchaba la confesión de una anciana. «Padre, me confieso porque he pecado», balbucía la señora. Él, penalista de formación, se disponía pronto al castigo.
«Dios es misericordioso», le habían dicho en sus años seniles de seminario, y se había tenido que acostumbrar a esa nueva manera de razonar. Donde antes imponía penas de cárcel, multas, prisión preventiva, ahora estaba obligado a dar consuelo y apoyo.
«No me siento capaz», soltaba aquella mujer tras una retahíla de crímenes (perdón, pecados). Él soltó un argumento manido y se preparó para dar la absolución: «Yo debo condenar y condeno a la pena…»… La señora salió corriendo haciéndose cruces. ¿Qué se yo que pasaría? Ramalazos de la primavera, que ya se sabe… la sangre altera.

 

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