GRATITUD DE LETRADO

PATRICIA DURí  ALEU · LLEIDA 

Conocía a don Tancredo desde que yo era chiquillo. Frecuentaba el despacho de mi padre, que pasó a ser el mío, y su presencia era tan habitual que parecía formar parte del vetusto mobiliario. Experimentado en el arte de hablar sin decir nada cada vez que debía comparecer ante el Juzgado, acumulaba un historial de pequeños delitos y ese seguía siendo su menester. «No debería coincidir con otros clientes, da mala imagen», repetía Milagros, mi secretaria, aunque nunca me importó la opinión de los demás. Ayer regresó para encomendarme una nueva defensa. «Por cierto», preguntó antes de marcharse: «¡¨Sabe usted quién pagó mi fianza?». Me encogí de hombros y sentí la mirada inquisidora de Milagros. Alzó la mano al despedirse, como hacía siempre, y recordé con ternura el ramillete de flores silvestres sobre el féretro de mi padre, con la tarjeta manuscrita en la que se leía: «de don Tancredo».

 

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