El abogado pensaba contundentes alegatos mientras bruñía una lámpara traída del Gran Bazar. De su interior surgió un genio que, reverenciándole, le dijo:
– Te concederé tres deseos, amo. ¿Cómo te puedo ayudar?
El abogado, recuperada el habla, formuló su pedido:
– Desearía tener la mejor clientela.
– Hecho. No te faltará el pan. Incluso defenderás a presentadoras de programas estrella y pibones hollywoodenses.
– Segundo: quiero ser elocuente en mis informes orales, cual miembro de la Academia.
– Concedido. Serás Cicerón reencarnado.
– Tercero: que en todos mis casos se haga justicia…
El genio se derrumbó. Apenas balbucía.
– Uff… Eso… no puedo conseguirlo. Lo siento. Por ti y por mí, que me voy al paro. Y espero me aceptes como cliente y, con tus dotes oratorias recién adquiridas, convenzas al juez de que mi despido es manifiestamente improcedente, dado que tu noble deseo resulta de imposible cumplimiento.
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Me encantó. Merece ganar
Muchas gracias, Montse. Aunque es triste que la justicia sea virtud tan deseada y tan ausente.