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Ana María Gamboa Monte 

Aprovechando el cobro de unos honorarios atrasados me fui a descansar a una playa de arena blanca y aguas turquesas. Por desgracia regresé urgentemente. En mi ausencia Marcelino se había vuelto loco.

Era un colaborador imprescindible en mi despacho. Redactaba escritos, demandas, y todo tipo de recursos. Gestionaba el correo, las carpetas de los clientes, y me avisaba con su voz acerada de cualquier notificación. Experto en investigar los asuntos de más enjundia, encontraba al instante la documentación judicial más novedosa.

Tras mi partida y bajo una frenética hiperactividad, Marcelino había preparado escritos absurdos y demandas inexistentes que enviaba con mi firma digital a procuradores elegidos al azar, además de licencias estrambóticas y un sinfín de despropósitos.

Quizás fue mi culpa, me serví de su eficiencia y no supe poner el linde necesario en nuestro trabajo compartido. A mi pesar tuve que desconectarlo. Era un robot jurídico muy especial.

 

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