Imagen de perfilLa llamada

Jerónimo Hernández de Castro 

Nada más confirmarse la gravedad de su dolencia, la jueza redactó un escrito motivado a la autoridad competente solicitando que, a su muerte, el mazo de madera de la sala de la que era titular se guardara en su ataúd. Sus colegas consternados no objetaron nada y el decano del colegio de abogados se lo entregó ceremoniosamente a su esposo antes de las exequias.
El viudo fingió cumplir la última voluntad, pero sin declarar su intención, enterró un estuche vacío para conservar la apreciada reliquia. Nadie se percató del engaño.
Cada noche, antes de acostarse, retira el vaso con agua de la mesilla y golpea con el instrumento robado para convocar a su amada. Así alivia la tortura de su ausencia, esperando que ella acuda con una admonición por el hurto o, al menos, que se cuele alguna vez en su sueño intranquilo.

 

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