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Jerónimo Hernández de Castro 

El hombre con aspecto de loco se sentó de nuevo frente a mí, con su cartapacio rebosante. Sudoroso, con una mirada desquiciada que se afana en escudriñar todos los rincones del bufete, desde hace meses solo quiere hablar conmigo de su invento. De hecho me ha otorgado el poder de representarle. No tiene ningún problema con la tarifa. Sabe que se hará rico muy pronto. Su patente es un ingenio electrónico para detectar olores desde la especia más exótica al tóxico más sutil. Todo está al alcance de su nariz. No quiere nada para él. Los beneficios deben destinarse a los habitantes de su pueblo, una aldea perdida de la montaña. Es una lástima que su instrumento de precisión sea inútil para olfatear la astucia y el dolo que su abogado está a punto de cometer.

 

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